Thérèse Raquin
Prólogo a la segunda edición
Émile Zola
15 de abril de 1868
Pequé de ingenuo al pensar que esta novela podía prescindir
de un prólogo. Acostumbrado a decir cuanto pienso en voz alta, e incluso a
respaldar cuanto digo con los más insignificantes detalles, albergaba la
esperanza de que se me entendiera y se me enjuiciase sin precisar explicaciones
previas. Al parecer, estaba en un error.
La crítica ha recibido el presente libro con voz brutal y
airada. Hay personas virtuosas que, en periódicos no menos virtuosos, han hecho
una mueca de asco mientras lo cogían con unas tenazas para arrojarlo al fuego.
Hasta las publicaciones literarias modestas, esas en que aparece todas las
tardes la gaceta de alcobas y gabinetes privados, se han tapado la nariz,
hablando de apestosa basura. No me quejo ni poco ni mucho de tal acogida, antes
bien, me satisface mucho comprobar que mis colegas tienen los nervios sensibles
de una jovencita. Es de todo punto evidente que mi obra pertenece a mis jueces,
y que puede parecerles nauseabunda sin que me corresponda derecho alguno a
protestar. De lo que me quejo es de que, a lo que me parece, ni uno de los
púdicos periodistas a quienes se les han subido los colores al leer Thérèse
Raquin haya comprendido la novela. Es posible que se les hubieran subido aún
más caso de haberla entendido; pero, al menos, podría yo estar ahora
disfrutando de la íntima satisfacción de su justificada repugnancia. Nada me
resulta más irritante que ver cómo unos honrados escritores denuncian la
depravación con grandes voces siendo así que tengo el hondo convencimiento de que
no saben por qué dan esas voces.
Me veo, pues, en la obligación de tener que presentar
personalmente mi obra a mis jueces. Voy a hacerlo en unas cuantas líneas, sin
más propósito que el de evitar en el futuro cualesquiera malas
interpretaciones.
En Thérèse Raquin pretendí estudiar temperamentos y no
caracteres. En eso consiste el libro en su totalidad. Escogí personajes
sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de
libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada
uno de los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales
irracionales humanos, ni más ni menos. Intenté seguir, paso a paso, en esa
animalidad, el rastro de la sorda labor de las pasiones, los impulsos del
instinto, los trastornos mentales consecutivos a una crisis nerviosa. Los
amores de mis dos protagonistas satisfacen una necesidad; el asesinato que
cometen es una consecuencia de su adulterio, consecuencia en la que consienten
de la misma forma en que los lobos consienten en asesinar corderos; y, por fin,
lo que di en llamar su remordimiento no es sino un simple desarreglo orgánico o
una rebeldía del sistema nervioso sometido a una tensión extremada. No hay en
todo ello ni rastros del alma, lo admito de buen grado, puesto que era mi
intención que no los hubiera.
Espero que esté empezando a quedar claro que mi meta era,
sobre todo, una meta científica. Al crear a mis dos protagonistas, Thérèse y
Laurent, me complací en plantearme determinados problemas y en resolverlos; así
fue como sentí la tentación de explicar la extraña unión que puede darse entre
dos temperamentos diferentes; he mostrado las hondas alteraciones de una forma
de ser sanguínea al entrar en contacto con otra, nerviosa. Quien lea
atentamente esta novela se dará cuenta de que cada uno de los capítulos es el
estudio de un caso fisiológico peculiar. En pocas palabras, mi único deseo era
buscar el animal que reside en un hombre vigoroso y una mujer insatisfecha; en
no ver, incluso, sino a ese animal; en meter a esos dos seres en un drama
tempestuoso y tomar escrupulosa nota de sus sensaciones y comportamientos. Me
he limitado a realizar, en dos cuerpos vivos, la tarea analítica que realizan
los cirujanos en los cadáveres.
No se me negará que resulta muy duro, recién concluida tal
labor, entregado aún por completo a los juiciosos gozos de la indagación de la
verdad, tener que oír acusaciones que me imputan el no haber aspirado sino a
describir escenas colmadas de obscenidad. Me he visto en el mismo caso que esos
pintores que copian desnudos sin que el deseo los roce ni por asomo y se
sorprenden a más no poder cuando algún crítico se escandaliza ante la carne
viva que muestra su obra. Mientras estaba escribiendo Thérèse Raquin, me olvidé
del mundo, me sumí en la tarea de copiar la vida con precisa minuciosidad, me
entregué por entero al análisis de la maquinaria humana. Y puedo asegurar que
en los crueles amores de Thérèse y Laurent no había para mí nada inmoral, nada
que pudiera animar a caer en desviadas pasiones. Se esfumaba la categoría
humana de los modelos, de la misma forma que se esfuma una mujer desnuda para
la mirada del artista ante el que se halla tendida, y éste sólo piensa en
plasmar a esa mujer en el lienzo con formas y colores verdaderos. Grande fue mi
sorpresa, por lo tanto, al oír cómo se tildaba a mi obra de charco de cieno y
sangre, de alcantarilla, de inmundicia y a saber de cuántas cosas más. Conozco
a fondo el lindo juego de la crítica, yo también he jugado a él; pero admito
que la unanimidad del ataque me ha sorprendido un tanto. ¡Cómo! ¡Ni uno de mis
colegas ha sido capaz no ya de defender mi libro sino de explicarlo! Entre el
concierto de voces que se alzaban para gritar: «El autor de Thérèse Raquin es
un miserable histérico que se complace en describir escenas pornográficas con
todo lujo de detalles», he esperado en vano otra voz que respondiese: «No; ese
escritor no es sino un analista que quizá se ha demorado en el examen de la
podredumbre humana, pero lo ha hecho de la misma forma en que un médico se
demora en una sala de disección».
Que quede claro que no solicito ni poco ni mucho la simpatía
de la prensa para una obra que, a lo que dice, asquea sus delicados sentidos.
No aspiro a tanto. Lo único que me sorprende es que mis colegas me hayan
convertido en algo así como un pocero literario, siendo así que a sus expertos
ojos deberían bastarles diez páginas para reconocer las intenciones de un
novelista; me conformo con rogarles humildemente que tengan a bien, en el
futuro, verme tal y como soy y ponerme en tela de juicio por lo que soy.
Era fácil, empero, entender Thérèse Raquin, situarse en el
terreno de la observación y el análisis, hacerme ver mis verdaderos errores,
sin necesidad de recoger un puñado de barro y arrojármelo a la cara en nombre
de la moral. Para oficiar de crítico digno de tal nombre, se precisaba cierta
dosis de inteligencia y cierta perspectiva. Cuando de ciencia se trata, el
reproche de inmoralidad no tiene razón de ser. No sé si mi novela es inmoral,
admito que nunca me preocupó el hecho de que fuese más o menos casta. Lo que sí
sé es que ni por un momento tuve la intención de poner en ella esa suciedad que
han visto las personas de escrupulosa moralidad. Se debe ello a que escribí
todos sus episodios, incluso los más febriles, sin más curiosidad que la del
científico. Y desafío a mis jueces a que hallen ni una sola página realmente
licenciosa, escrita para los lectores de esos libritos rosa, de esas
indiscreciones de alcoba y bastidores, de los que se editan diez mil ejemplares
y que recomiendan fervorosamente los mismos periódicos que han sentido náuseas
ante las verdades de Thérèse Raquin.
Unos cuantos insultos, muchas simplezas, eso es, pues, lo
que he leído hasta el día de hoy acerca de mi obra. Lo digo aquí con total
tranquilidad, como se lo diría a un amigo que me preguntase, en la intimidad,
lo que pienso de la postura de la crítica en lo que a mí se refiere. Un
escritor de gran talento, al que me quejé de la escasa simpatía con que me he
topado, me respondió con estas profundas palabras: «Tiene usted un defecto que
le va a ir cerrando todas las puertas: no puede charlar ni dos minutos con un
imbécil sin hacerle notar que es imbécil». Debe de ser cierto. Soy consciente
de cuánto me perjudico a mí mismo, en lo tocante a la crítica, al acusarla de
falta de capacidad de comprensión. Y, no obstante, no puedo por menos de dejar
constancia del desdén que me inspira su limitado horizonte y los juicios que
lanza a ciegas, sin capacidad de método alguno. Me estoy refiriendo, por
descontado, a la crítica corriente, a esa que juzga recurriendo a todos los
prejuicios literarios de los necios y no consigue alcanzar el punto de vista
dilatadamente humano que requiere la comprensión de una obra humana. Nunca he
visto tamaña torpeza. Los raquíticos puñetazos que la crítica de poca monta me
ha lanzado al publicarse Thérèse Raquin se han perdido, como suele suceder, en
el vacío. En gran medida golpea en falso, al aplaudir los trenzados de piernas
de una actriz de rostro enharinado para acusar, luego, de inmoralidad, con
grandes clamores, un estudio psicológico; al no entender nada; al no querer
entender nada; al repartir mandobles cuando su atemorizada estupidez le ordena
que los reparta. Es exasperante recibir un vapuleo por un pecado que no se ha
cometido. Hay veces en que lamento no haber escrito obscenidades; creo que
toleraría de buen grado que me diesen una paliza merecida, mas no esta
granizada que me cae encima tontamente, como una lluvia de tejas, sin saber ni
por qué sí ni por qué no.
Apenas si hay, en nuestros días, dos o tres hombres capaces
de leer, entender y juzgar un libro. De ellos consiento en recibir lecciones,
pues estoy convencido de que cuanto digan lo harán tras haber calado en mis
intenciones y valorado los resultados de mi esfuerzo. Se guardarían muy mucho
de decir estas palabras huecas: moralidad y pudor literario. Me reconocerían el
derecho, en estos tiempos de libertad artística, de tomar mis argumentos en
donde me plazca y no me pedirían sino obras formales, pues saben que sólo la
necedad resulta perjudicial para la dignidad de las letras. Por descontado que
el análisis que he intentado realizar en Thérèse Raquin no los sorprendería;
verían en él ese sistema moderno, esa herramienta de investigación universal a la
que recurre con entusiasmo nuestro siglo para taladrar el camino del futuro.
Fueran cuales fuesen sus conclusiones, darían por bueno mi punto de partida, él
estudio del temperamento y las hondas modificaciones del organismo sometido al
apremio de los ambientes y las circunstancias. Me hallaría frente a jueces
verdaderos, frente a hombres que buscan la verdad de buena fe, sin puerilidad
ni falsas vergüenzas, y no se sienten en la obligación de manifestar asco ante
el espectáculo de unos ejemplares anatómicos desnudos y vivos. La investigación
sincera lo purifica todo, igual que el fuego. Cierto es que, ante un tribunal
como este que me complazco en imaginar ahora, sería mi obra muy humilde;
solicitaría yo toda la severidad de los jueces; querría que saliese de sus
manos negra de tachaduras. Pero habría tenido, al menos, la gran alegría de ver
que me criticaban por lo que he intentado hacer, y no por lo que no he hecho.
Me parece estar oyendo ya la sentencia de la crítica de
altura, de esa crítica metódica y naturalista que ha renovado las ciencias, la
historia y la literatura: « Thérèse Raquin es el estudio de un caso excepcional
en demasía; el drama de la vida moderna es más dúctil, se halla menos preso del
horror y la locura. Casos así hay que dejarlos, en las creaciones literarias,
en segundo plano. El deseo de no desaprovechar ninguno de los elementos de sus
observaciones ha impulsado al autor a destacar todos y cada uno de los
detalles, lo que ha dado al conjunto de la obra tensión y acritud aún mayores.
Por lo demás, carece el estilo de la sencillez que exige una novela analítica.
Sería menester, en resumidas cuentas, para que el escritor consiguiese ahora
buenos resultados, que contemplase la sociedad desde un punto de vista más
amplio, que describiese sus numerosos y variados aspectos y, sobre todo, que
utilizase una lengua clara y espontánea».
Pretendía responder en veinte líneas a unos ataques
exasperantes por su ingenua mala fe, y me doy cuenta de que he comenzado a
conversar conmigo mismo, como me sucede siempre que me quedo demasiado rato con
la pluma en la mano. Lo dejo aquí, pues sé que es cosa que no agrada a los
lectores. Si hubiese tenido voluntad de escribir un manifiesto y tiempo para
hacerlo, quizá habría intentado defender eso que denominó un periodista, al
hablar de Thérèse Raquin, «literatura pútrida». Mas ¿para qué? El grupo de
escritores naturalistas al que tengo el honor de pertenecer cuenta con coraje
suficiente para crear obras fuertes que se defienden solas. Es precisa toda la
voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a
escribir un prólogo. Ya que, por amor a la transparencia, me he decidido a
hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan,
para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario